Esta web, cuyo responsable es Bubok Publishing, s.l., utiliza cookies (pequeños archivos de información que se guardan en su navegador), tanto propias como de terceros, para el funcionamiento de la web (necesarias), analíticas (análisis anónimo de su navegación en el sitio web) y de redes sociales (para que pueda interactuar con ellas). Puede consultar nuestra política de cookies. Puede aceptar las cookies, rechazarlas, configurarlas o ver más información pulsando en el botón correspondiente.
AceptarRechazarConfiguración y más información

Amílcar Romero

Nací en Quilmes, sobre la banda derecha del Río de Solís. Hubo una época en que trajiné algo el mapa. Por el norte llegué a tomar mate sobre la muralla china; al sur anduve sobre un trineo tirado por perros polares, sintiéndome un Jack London cualquiera, en la Base Esperanza de la Antártida argentina que tiene tanto de tal como lo permite el tratado firmado que se trata de un continente de la humanidad. Hace un cuarto de siglo descubrí la informática y gracias a Dirk Hansen comprendí que la alternativa drástica era una utopía electrónica o una pesadilla totalitaria. Eso sí, también que todo se puede hacer más bello y rápido, pero está el peligro de banalizar lo maravilloso. Sobre todo me permitió rescatar las imágenes de cuando estudiaba cine y alcancé a hacer algo en el asunto. La cultura humana va a ser pasada, no sé si toda, del soporte físico al digital. Me gustaría cooperar lo máximo posible en la tarea porque necesariamente implica un reprocesamiento, esto es, una reescritura y no es moco de pavo. Como tampoco lo es que el nuevo soporte, amén de cambiante y fascinante, sea cada día más frágil. Lo que sucede es que uno no puede dejar de identificarse con él y la sensación, por lo menos a mí, no deja de producirme cierta angustia.