Alfa

Alfa llegó en barco a un país que se estaba formando en el error; aún no se llamaba Argentina, pero tampoco tenía otro nombre o tenía varios, pero ninguno estricto, y estaba en medio de una larga guerra civil sin objeto, sin motivo, y sin razón como todas las guerras. A los pocos días de desembarcar, se dio por enterado de que para él había sólo dos posibilidades: o se enrolaba en uno de los dos ejércitos que combatían, o iba a trabajar como peón rural en alguna estancia; y eligió esto último, sin dudar un instante. No reconocía obligaciones morales para participar en una guerra, en un país que no era el suyo, aunque tampoco había querido luchar en su propio país, años atrás. En un futuro comprendería lo inútil que era clasificar los lugares con una visión de algún modo patriótica; lo entendió en el sentido de que los países no son de nadie, y las divisiones sólo sirven para perjudicar a las personas, pero eso, en este momento no viene al caso. Después de recorrer algunas regiones, se quedó a trabajar en un campo de algodón al norte de Santa Fe, y trabajó allí por treinta años. Comenzaba su labor antes que los demás, y podía producir sin esfuerzo más del doble que el resto. Cuando todos estaban agotados por tanta tarea, él podía continuar sin descanso, pero se dio cuenta de que, si lo hacía, perjudicaría a los otros, ya que sería tomado como ejemplo de algo que los demás no podrían reproducir, así que decidió cumplir la misma jornada. Sabía desde muy pequeño que cuanto más se produjera, más se exigiría, y no deseaba ser cómplice o causante de la explotación de aquella gente. En aquel lugar conoció a Ruth, una mujer descendiente de ucranianos, que tenía un hijo, pero no tenía marido. Era una mujer joven, y tenía fe en dios, y sentía por Alfa una cierta piedad, porque lo veía trabajar duro, y luego lo veía siempre solo, aislado de los otros peones, sentado sobre un banco a un lado de la puerta de la barraca, y pensando en silencio.