El conocimiento avanza inexorablemente hacia nuevos paradigmas, haciendo descubrimientos auténticamente maravillosos y que en otros tiempos hubieran parecido pactos con el mismísimo diablo. Basta recordar cómo la inquisición llevó a la hoguera a Servet por afirmar que la sangre corría por nuestras venas como la de tantos otros mártires, por analogía con el consabido enfrentamiento entre el geocentrismo de Ptolomeo y el heliocentrismo de Copérnico.
A los astrónomos y científicos, en general, esto no debe extrañarles. La Naturaleza ha tenido que esperar miles de años a que llegáramos a comprender cosas tan simples como que la Tierra es redonda, cuando se creía plana. En definitiva, nuestra ignorancia sobre determinado mecanismo no invalida el funcionamiento ni quita importancia al fenómeno incomprendido. Tampoco antes se conocía la ley de la gravitación universal.
No sabemos las causas, pero hay algo ahí fuera que funciona.